Por Raúl García M.
La India siempre, o casi siempre, resulta abrumadora para los visitantes que llegan a sus tierras por primera vez. Desde el arribo al aeropuerto de Delhi o de Mumbai (Bombay) los viajeros sienten un nerviosismo muy peculiar. Esta sensación crece frente a las ventanillas de migración y de aduana, quizá por la actitud demasiado formal de los ‘oficiales’ que asumen una típica pose de autoridad como parte del uniforme para desempeñar su oficio. Al salir de la terminal aérea a la calle, la India entera se nos viene encima. Una avalancha de calor nos abraza. Enjambres de hombres y niños nos asedian con desesperada insistencia ofreciendo sus servicios para llevarnos al hotel, y si es de noche, pandillas de polillas y otros insectos revoloteando en torno a las luces del alumbrado público. Hemos llegado a la India. Para el viajero primerizo esto puede resultar un tanto intimidante. Para quienes conocemos y amamos este país, el fogonazo de calor y el barullo son parte de una bienvenida… un saludo demasiado efusivo de un mundo frenético diciéndonos… “¡Haz vuelto!”
Hay gustos personales orientados hacia colores y aromas más sutiles, más ‘occidentales’ y algunos jamás llegan a adaptarse a los excesos de la India: demasiada gente, demasiados dioses, demasiadas filosofías… mitos, templos, sabores, colores y animales revueltos en torbellinos indigeribles de imágenes y conceptos. Esto puede ahuyentar, de entrada, a muchos. Sin embargo, pasado el impacto inicial, se va superando el trauma y se inicia el proceso de fascinación. Conforme pasan los días la sensibilidad se adapta y comienza a encontrarle “el gusto” a ese carnaval abigarrado tejido en las arquitecturas, calles, sabores, ruidos, músicas, vacas, cabras, loros de pico rojo, ardillas, elefantes, cobras, joyas, sedas, perfumes, arte y artesanías que cada día nos agotan con su irresistible magia y su maravilloso exceso. Los mexicanos, sobre muchos otros turistas del mundo, somos adictos a lo poco razonable y a los excesos. Y en la India, donde casi todo es excesivo e irracional, nuestros compatriotas se sienten reavivar, como al morder un buen trozo de cochinita pibil en salsa habanera.
En mi artículo anterior, comencé a hablar sobre la extraordinaria ciudad fortaleza de Golconda. Platiqué algo sobre sus famosísimos diamantes y sus sultanes y hablé de mi primera visita guiado por un pequeño profesor muy delgado y de cabello cano que me condujo entre el portentoso cementerio de murallas dislocadas y arcos con espinazos fracturados que testimoniaban los palacios y salones donde bailaban las hermosas esclavas abanicando el aire con elíxires exhalados de sus vestidos de seda. ¡Qué ciudad! Todo en Golconda es una evocación de una corte demasiado bella, ebria de poesía, lujuria y perfume para trascender más del siglo y medio que alcanzó a sostener sus barbacanas ante el acoso de los mogoles hasta caer bajo el puritano de Aurangzeb, resentido y cruel como todos los puritanos. Muchas ciudades fortificadas de la India ostentan imponentes muros de piedra reforzados por decenas de bastiones. Algunas, como Kumbalgarh en el Rajastán, ostentan una colosal pared de muchos kilómetros, almenada y apuntalada por gigantescas costillas.
Su visita es como sumergirse en el pasado guerrero de la tierra de los héroes… Kumbalgarh y Chittor, y Jaisalmer, son otras entre muchas ciudades heroicas y legendarias de la India. Pero en ninguna de estas nuestra imaginación podrá despertar a bailarinas como las de Golconda con hechizantes perfumes en su cabello, ni hacernos escuchar melodías y poesía, sólo el estallido de cañones y el choque de las espadas.